Por Polo Castellanos
Frente a los recientes ataques paramilitares contra las comunidades zapatistas en el sureste mexicano y los enfrentamientos contra los pueblos originarios que luchan por la vida en todo el país, resulta inconcebible que el mandatario mexicano pretenda minimizar y deslindar su responsabilidad, desde el ejercicio del poder que el país le confirió, respecto a la guerra que el Estado mexicano comenzó en 1994 hace ya casi 30 años contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, sus bases de apoyo y las incontables comunidades que han construido sus autonomías en beneficio de la gente. Una guerra que la sociedad civil detuvo en 15 días y que desde entonces el Ejército Zapatista asumió como un mandato para construir desde la vía pacífica, otras formas de organización de la vida política, social, cultural de los pueblos originarios. Sin embargo, la guerra sigue y todos los gobiernos han sido cómplices, ya sea por omisión o por acción, y subordinados a los grandes patrones neoliberales del capitalismo salvaje.
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